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Mirando a la muerte de frente en Cayo Largo Del Sur

para iniciar nuestra participación en el campeonato de fotografía submarina.

Allí coincidimos con equipos de Cuba, México, Venezuela y el nuestro que era mixto cubano-español.

Viendo el otro equipo cubano y quienes lo formaban intuimos que iba a ser difícil ganar el campeonato, a pesar de ser Vicente un gran fotógrafo subacuático y que había sido varias veces vencedor de certámenes similares.

Integraban el combinado cubano nada menos que Mimi Fernández como modelo y como fotógrafo Noel López, el gran camarógrafo de los Jardines de la Reina. A la postre ellos quedaron como justos campeones, mientras nosotros ganamos un honroso segundo lugar, que tampoco estuvo mal.

Además, Vicente obtuvo el galardón a la mejor fotografía del certamen por lo que pude subir con él al cajón más alto del pódium y mostrar al público asistente con orgullo la bandera de mi ciudad Terrassa, que de alguna manera con mi presencia estaba representada en la remota islita caribeña.

Vicente era y es un reputado fotógrafo submarino con un palmarés muy importante, ganador de varios certámenes internacionales de fotografía subacuática, entre ellos el FOTOSUB INTERNACIONAL; y ha sido premiado con el hermoso y valioso trofeo de la Medusa de Plata, por el que han competido muchos de los mejores fotógrafos subacuáticos del mundo.

AL FILO DE LA MUERTE

Durante el concurso, en una de aquellas maratonianas jornadas, se produjo un incidente que podría haber acarreado consecuencias dramáticas habiendo podido ser yo el perjudicado o mucho peor aún: me podría haber costado la vida. Voy a contarlo a continuación.

Resulta que una tarde, por falta de comunicación o de coordinación, me tiré al agua antes que Vicente y Vicentico. Bajé al fondo en compañía del resto de los participantes y me quedé plantando en la arena a unos 15 metros

de profundidad esperando a que ellos llegaran. El resto de los buceadores se fueron y yo esperé paciente hasta que tras un tiempo prudencial subí a la superficie y allí no había nadie, ni siquiera la embarcación de apoyo. Al parecer Vicente y Vicentico se habían arrojado al agua por un lado diferente y no los vi, ni ellos me vieron a mí.

En vista de que estaba solo me volví a sumergir con la esperanza de encontrarlos en el fondo y seguí con la inmersión en solitario. Estuve más de cuarenta minutos sumergido contemplando el hermoso paisaje submarino, sus bellos y tímidos habitantes, especialmente langostas de largas antenas, morenas verdes caribeñas y curiosos meros, entre otras muchas muestras de la biodiversidad del mar Caribe.

Al cabo de un rato me decidí a emerger y una vez en superficie empezaron mis problemas, no se veía ni la embarcación ni a ningún buceador. Estaba solo en medio del mar y con el sol cayendo poco a poco en el horizonte para ocultarse en el Mar de las Antillas.

De oscurecer podría tener serios problemas en un mar infestado de tiburones y empecé a sentir la sensación angustiosa que produce el miedo y más si es del de verdad, como era el caso. Intenté relajarme y con calma tuve una idea que tal vez me salvó la vida.

Recordé, tal como vi hacer a mi amigo y guía de buceo «Cepillo» en el canto del Golfo de La Habana, en la Marina Tarará, varios años atrás, cuando estuvimos perdidos por la falta de práctica de un joven y atlético pescador submarino cubano llamado Cousteau, insuperable en la disciplina de la apnea, pero pésimo piloto para manejar el catamarán en el que salíamos desde Tarará para bucear en los puntos de buceo de Santa María del Mar.

Ernesto, que era el verdadero nombre de «Cepillo», después de desgañitarse llamando al inexperto patrón, infló una boya del color rojo y la agitó de un lado a otro, hasta que por fin logró llamar la atención de Cousteau y pudimos ser rescatados tras casi dos horas en aquellas hermosas playas próximas a La Habana.

Llevaba en un bolsillo de mi jacket de buceo una boya de descompresión de un llamativo color naranja, similar a la de mi amigo, que extraje de su funda e inflé mostrándolo y agitándolo por encima del agua como si fuera un largo bastón.

Esa maniobra seguramente me salvó, ya que, desde la parte alta de la embarcación de apoyo, alguien vio un objeto naranja en medio de los vaivenes del mar y hacia ese lugar se dirigió la nave. Me recogieron, afortunadamente, justo cuando empezaba a anochecer. Era indudablemente mi día de suerte.

La importancia que ostentaron las aguas de la Mayor de las Antillas durante más de cinco siglos de historia naval, como elemento de comunicación entre diferentes pueblos y culturas fue trascendental

Vicente cuando me vio llorando me dijo: «Hijo mío, ¿dónde te has metido? ¡qué susto nos has dado!».

Tras contarle lo que he ido explicando, Vicente confesó que me daba por muerto y que en caso de encontrar mi cadáver había pensado llevarme a «enterrar» bajo el mar al «Panteón de marinos ilustres de Cuba», que era tanto como decir al pecio del crucero Colón, porque consideraba él que ese era para mí un lugar perfecto para toda la eternidad.

Algo parecido sería, imaginé cuando me lo dijo, a como describía el gran escritor francés Julio Verne, en su fantástico libro «Veinte mil leguas de viaje submarino», los enterramientos submarinos de los tripulantes del Nautilus que fallecían en acto de servicio. Hasta las cruces de coral pude ver mentalmente mientras me lo explicaba.

Vicente me comentó que fue un calvario para él todo el tiempo durante el cual no me encontraban, y que pensó en que la parte más difícil sería llamar a Loli para contarle el desenlace, porque se sentía responsable de mi presencia allí.

Durante ese trance no se veía capaz de tener que afrontar esa noticia si llegaba el caso, siendo además yo el papá de Carolina, por aquel tiempo una niña. Afortunadamente todo se quedó en el susto y por eso aquí estoy contándolo, nueve años más tarde.

Acabado el FOTOSUB volvimos a La Habana, donde se iban a producir unos encuentros de vital importancia con varias autoridades para que al año siguiente, en 2015, el área donde yacen los pecios del Desastre del ´98 se convirtiesen en Monumento Nacional de la República de Cuba y en Patrimonio de la Humanidad, como establece la Convención sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, aprobada en 2001 por la Unesco.

En ella se define que «por patrimonio cultural subacuático, se entiende todos los rastros de existencia humana que tenga carácter cultural, histórico o arqueológico, que hayan estado bajo el agua, parcial o totalmente, de forma periódica o continua, por lo menos durante 100 años».

Puedo contar ahora con orgullo, con la perspectiva que dan los años, que yo estuve allí y pude aportar mi granito de arena para la consecución de ese merecido reconocimiento a unos pecios, los de Santiago de Cuba, que ya son parte de mí.

SUMARIO

es-es

2023-04-26T07:00:00.0000000Z

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https://revistasexcelencias.pressreader.com/article/281852942884098

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